jueves, 16 de agosto de 2012

Si hoy el conocimiento constituye un capital clave para insertarse productivamente en la sociedad y desarrollar a plenitud todos los talentos personales, hay que garantizar a todos, especialmente a los más débiles y necesitados, las oportunidades educativas para que cada uno pueda responsabilizarse de sí mismo y realizar su misión en la vida. En general, la exclusión escolar reproduce y consolida la exclusión social. Son precisamente los alumnos que más necesitan de la escuela, los que no ingresan en ella, o los que la escuela abandona antes de tiempo, de modo que salen sin haber adquirido las competencias mínimas esenciales para un desarrollo autónomo. Las escuelas de los pobres suelen ser unas pobres escuelas que contribuyen a reproducir la pobreza. Si a todos nos parecería inconcebible que los hospitales mandaran a sus casas a los enfermos más graves o que necesitan cuidados especiales, todos aceptamos sin problema que las escuelas y colegios expulsen a los alumnos más necesitados y problemáticos y se queden con los mejores. Si educar es dar oportunidades para que todos, en especial, los más débiles, tengan acceso a una educación de calidad, es urgente que rescatemos el término calidad de las concepciones meramente eficientistas, calidad para la productividad y la eficacia, y lo entendamos en un sentido integral, calidad de la persona. Por ello, necesitamos una educación que, en palabras de Mounier, despierte el ser humano que todos llevamos dentro, nos ayude a construir la personalidad y encauzar nuestra vocación en el mundo. Se trata de desarrollar la semilla de uno mismo, de promover ya no el conformismo y la obediencia, sino la libertad de pensamiento y de expresión, y la crítica sincera, constructiva y honesta. Antonio Pérez Esclarín

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